15 de julio de 2012

Ficciones

La música se escuchaba nítida desde sus audífonos, una señal clara de “por el momento no quiero hablarte”. Típico de ella. Típico de mí seguirle la corriente. Típico de ella el ponerse a cantar a todo pulmón, como diciendo “mira como no me importa el asunto”. Típico en mí quedarme callado y escuchar su concierto. Es más fácil así, para ella y para mí. Ella que acumule rencores y yo me evito discusiones. Me aburren.

Caprichosa como es,  luchará hasta el final.  Complaciente como soy, fungiré mi molestia un momento más. Le encabrona el que yo no me moleste, el que todo me dé igual, el que le quite drama a sus dilemas telenovelescos. La vida para ella es eso, drama.

Ella me mira de reojo, cada cierto tiempo. Me he dado cuenta de ello. Es un tanto obvia en ese aspecto. Yo sigo escribiendo. Ella canta desentonada. Evito reírme. Ella se ha dado cuenta. Me mira y hace pucheros. “Es tan niña”, pienso. “Ya va a caer”, pensará ella.  

Tarde o temprano terminaremos besándonos. Tarde o temprano ella ganará. Dejaré que gane. Es cariñosa cuando se siente victoriosa y me gustan sus excesos de cariño en este invierno frío. Le dejo ganar en esta lucha de egos, en estas disputas absurdas e infantiles, ella lo sabe y aún así lucha con vehemencia. Yo lucho contra mis ganas de reír, contra mis ganas de abrazarla, contra mis ganas de decirte una serie de pavadas socarronas.

-¿De qué te ríes?- me pregunta.
 -Vaya, ya me hablas- respondo.
 -No, no te hablo. Tonto.

Sigo escribiendo. Sus juegos me gustan. Oh, qué serían de mis días sin sus ocurrencias. Serían días normales, sin emociones, y sin sobresaltos. Días normales. He abandonado la comodidad de mi vida solitaria para someterme a los caprichos de esta jovencita de ojos caramelo. Me gusta su necesidad de movimiento, su hiperactividad, su falta de concentración y esa curiosidad infantil ante lo desconocido. Como aquella vez que vio por primera vez un pollito, a sus veintitrés años… Me río precisamente de esto último.

Mira por encima de mi hombro, preguntándose tal vez qué escribo. Volteo y ella silba, disimulando. Sigo con mis garabatos. Ella con su concierto. Si no paro esto seguiremos de largo toda la noche. Niña mujer. Caprichosa.
Y de estos caprichos me alimento, de estas chiquilladas, de estos jueguitos donde yo siempre pierdo voluntariamente, mis fuerzas no son lo suficientemente fuertes para hacerle frente a este torrente de energía que es ella, soy una ramita que se mueve según los caprichos de su voluntad, su voluntad juguetona e inocente.  Ella ya quiere ganar, ya se aburrió de la pelea; por fin.  “Dejemos esta disputa absurda”, le digo. “Yo no empecé, tú empezaste”, me responde haciendo pucheros. “¿Tregua?”, le pregunto. “Tú empezaste”, responde. “Lo siento, yo empecé, princesa”. “Estás disculpado, pero que no se vuelva a repetir”, dice, balanceándose de un lado a otro. Ya ganó. Ya es feliz.

“Escucha esta canción”, me dice, “es bien bonita”, me dice. “Déjame terminar esta línea y soy todo tuyo”.  “¿Qué tanto escribes?”. “Todo sobre ti”, le respondo. “Qué bonita historia”, dice sonriendo antes de abalanzarse sobre mí.

2 de julio de 2012

Telescopio.

Me tomó una hora estar listo para usar mi nuevo telescopio. Según había leído, experimentaría de una nueva manera el ver el firmamento, pasatiempo que tengo desde niño. Todos estábamos emocionados: Mis padres, mis hermanas y yo. Instalé el telescopio en mi cuarto, mi ventana tenía la mejor vista del departamento y el vivir en un décimo piso, ayudaba a palear las molestas luces citadinas. "El mejor lugar de la ciudad", me decía, "tengo le mejor lugar para mirar el cielo y un telescopio nuevo". Aquella noche había luna llena. No fue coincidencia; sinceramente ese fue uno de los motivos por los que mis padres accedieron a apoyarme con la compra precipitada. Les dije, además, que quizás podrían ver un "marcianito". Mi madre rió sonoramente. La había convencido. Mi madre convenció a papá. 

-Qué belleza -decía mi papá, al mirar por el lente del telescopio.
-Ya, quítate, quítate, déjame ver.
-Ya, ya, no me empujes, mira.
- Si, pues, los veo.
- Esos son los cráteres de la Luna, amor. - le indicaba mi padre.

El ver aquella escena me conmovió, todos buscamos nuevas experiencias que vivir y que compartir. Mis padres entraron a hurtadillas a mi cuarto mientras yo no estaba, para poder ver el cielo, juntos. Él fungiendo de astrónomo, ella... siguiéndole la corriente. Se les veía encantadores, cual niños con un juguete nuevo. Me sentí un intruso; por lo que me retiré, dejándolos solos. Incluso no tuve el valor de comentarles que no estaban viendo la Luna. El telescopio no apuntaba al cielo, sino al techo. No eran cráteres lunares, eran imperfecciones de cemento. No tuve valor de interrumpir ese momento, de romperles la ilusión. Salí de mi cuarto con una sonrisa en los labios, preguntándome cuánto tardarían en darse cuenta...