23 de febrero de 2014

Reporte.

UNO:
El no sentirse mal no implica que por añadidura uno se sienta bien. Sentirse de tal o cual manera en relación a la vida, a la vida propia, porque sobre cómo sentimos nuestra vida podemos disertar. No entiendo a la felicidad. Es algo que va más allá de mi discernimiento, más allá de conjeturas, más allá de especulaciones. He entendido que la felicidad y el bienestar están vinculadas a una actitud general frente a la vida, a la apertura a la experiencia, a la capacidad que podamos tener de disfrutar de los eventos diarios y cotidianos. La vida no es tan extraordinaria como nos lo intentan hacer creer. La vida, generalmente, para la mayoría de los mortales, es término medio, un paquete básico, una configuración estándar. La vida no es maravillosa per se. La vida es, simplemente. Entonces ¿de dónde parte el afán del mundo por comprobar que el sentirse bien, a toda hora, todos los días, sea un común denominador? No lo entiendo.

DOS:
Disfrutar. Disfruto de muy pocas cosas. Y recuerdo, creo haberlo escrito en algún lugar aunque no sé dónde, que una amiga me llamó la atención porque en el poco tiempo en el que me conocía podía enumerar una gran lista de cosas que no me gustaban pero muy pocas cosas que si lo hacían. Me gustaba ella. Pero creo que no se lo dije (salía con un amigo mío). Disfruto de comprar libros y me entusiasman los libros. Esto es independientemente de mi gusto por la lectura. Me gustan los libros, lo físico, el objeto. Me gustan descubrir portadas, ediciones, edades. Disfruto de ordenar mis libros: los ordeno por temas, otras veces por orden alfabético, por similitudes entre los autores, por colores. En aquel cuartucho que alquilo en la ciudad donde vivo lo único que ha sido meticulosamente ordenado y se encuentra siempre libre de tierra es aquella mesa en la reposan mis libros. Ahora son solo cincuenta, creo (a veces parecen más otras menos). 
Disfruto de los cigarrillos. Y es un placer culposo porque le temo al cáncer. Y trato de resistir, un día, una semana, un mes... y luego caigo nuevamente, me seduce su olor en el ambiente en un bar o en la calle. Nunca compro cajetillas porque sé que caeré en el vicio, porque sé que me los fumaré de un tirón, porque sé que no me podre contener. Porque la nicotina es placentera, porque me ayudan a pensar con claridad (o eso creo), porque me mantienen despierto, porque me siento más lúcido. El cigarro es como una amante que ya no quisiera ver, pero caprichosa se me cruza por todos lados y, tonto, débil, sucumbo a sus encantos, al placer que me ocasiona  y a lo bien que siento que le hace a mi mente, aunque destruya mi cuerpo.
Disfruto de las historias. Me gusta que me las cuenten, verlas, leerlas... No puedo vivir sin las historias. Es mi forma de conocer el mundo, de aprender de él. Me gustan las historias de fotos amarillas, las más memorables, esas que se empeñan en contarnos nuestros familiares cuando llegan de visita o aquella señora que viaja a tu lado en un bus a la capital. Yo leo porque me gustan las historias, no porque pretenda ser un intelectual (seudointelectual) como me acusaron alguna vez. Consumo cine porque me gustan las historias. Veo series porque me gustan las historias. Leo comics y mangas porque me gustan las historias. Incluso, escribo en este medio, terco como una mula, ignorando mi falta de talento, porque amo las historias. 

Realmente no sé si disfruto del mundo. Hago lo que me place: Trabajo y dejo que la vida me viva.

TRES:
Al parecer me cambio de ciudad. Estar aquí o estar allá da lo mismo, si es que en la mente no estás en ningún lado.

CUATRO:
Soy obstinado. Sigo y sigo intentado escribir cuentos decentes. Es que he conocido gente tan interesante, pero a la vez con vidas tan insignificantes, que me sorprende que nadie se haya interesado en ese absurdo contraste que son sus vidas. Un ejemplo: Mujer de setenta y siete años, trabajaba en un circo cuando conoció a su esposo, huyó con él y llegaron a un pueblito en el norte de nuestro país. El hombre la maltrató por cincuenta años antes de caer postrado por una enfermedad mortal. Ella se desquitó cuando el ya no pudo pegarle más. Él murió. Ella sufrió, pero a la vez fue feliz. Curiosa dicotomía.


Desencantado. Ése es mi estado actual. Corrijo: Mi estado general.

4 de febrero de 2014

Verde y Rojo.

Caminamos de un lado a otro.  Cuando uno pasa el cuarto de siglo cada día cuenta, por eso es tan importante el tiempo que pasa, ya que el mundo sigue moviéndose, indiferente  a nuestros deseos de seguirlo o no. Las palomas siguen siendo palomas y los autos arrojan humo por doquier, aunque nosotros no estemos para mirarlos. La personita verde del semáforo siempre está andando y discutiendo con aquella persona roja que tanto odia. Para ella el mundo es un constante verde, un verde de caramelo de limón y de aloe recién cortado. El mundo para ella es una carretera en un solo sentido. La vida para ella es un constante andar bajo el sol y sin sombrilla. La vida para ella es un juego que le obliga a tener siempre las rodillas sangrantes y la frente vidriosa.  Está bien, sabe bien que le diré que está bien. 
Me gustan sus chalecos a lo Janis Joplin. Me gusta su cabello desordenado, ensortijado. Me gusta esa manía que tiene de arrojarlo para atrás.  Cabello largo, amor.  Amour, amour. Su francés es casi tan bueno como mi español, por lo que insistes en cantarme las canciones  de Edith Piaf y yo en decirle “ratatouille”. Me dice algo y yo solo miró sus labios moverse, miro su lengua hacer aquella finta de las erres. Miro su boca y no puedo más, le beso, dos, tres, cuatro, le beso y me besa, luego me dice “je’taime” y yo le digo que también. Me dice que no deberíamos estar aquí, me dice que le gustaría caminar por las calles de París, que le gustaría pasear de mi mano por los pasillos del Louvre y mientras tanto caminamos por un parquecito miraflorino, debajo de  árboles inmensos, rodeados de gatos libres, sin dueño pero queridos.
Y me gusta cómo se aparece sin avisar  y de inmediato quiere arrastrarme a seguir alguno de sus planes, que si ir a tomar fotos al centro de la ciudad, que ir a remojar los pies en la piscina de plástico en el patio de su casa, que a patinar sobre hielo, que si nos acostamos en el césped de su universidad,  que a montar caballos de paso y aprender marinera, que si  a preguntar los precios en una biblioteca de cadena…  
Hoy llegó agitada a pedirme que cambiásemos nuestros planes, que vayamos a otro lado.  Cogí su cintura mientras caminábamos por una calle llena de casas con balcones, ella había decidido la ruta porque sabía que me gustan, me dijo que si seguimos en esa dirección encontraríamos algo que quería mostrarme, una bonita sorpresa.  Qué será, me preguntaba, mientras mi mano juguetona, traviesa, bajaba lentamente hasta el final de su espalda. ¿Qué es?, dije en voz alta, y ella respondió que no sea apurado, que aquí mismo era y que levantara mi mano, que había mucha gente. Las casas de ese lado de la ciudad son muy antiguas y están descuidadas. Caras fruncidas nos miraban con desconfianza desde grandes ventanas. Niños con la cara sucia corrían de poste en poste, husmeando entre bolsas de basura, rescatando botellas de polietileno y de vidrio. Entre ese grupo de casas me señaló una, color humo, que tenía en su fachada varios anuncios chicha. Solo a centímetros de la puerta, dentro de la casa, una vieja caja de madera como la que –recuerdo –tenía mi abuela al lado de su cama, interrumpe nuestro paso a la tienda de antigüedades. Sonrío. Mira dentro, me dijo. Lo hice. La caja de madera color caoba estaba abarrotada de fotos antiguas, de inicios y mediados del siglo pasado. Touché. Ella sabe cuánto me gustan las fotos antiguas, fotos de desconocidos, cuánto me gusta que nos sentemos en el balcón de su departamento, con los pies sobre la pared, a mirarlas y a inventar (¿reconstruir?) sus historias. Elige tres, me dijo.  Le dije: Eres la mejor, Ratatouille. Le dí un beso y nos sentamos en unos banquitos de madera a inventar historias de nuestras fotos preferidas. Al final serían tres y le prometí escribir algo es un blog. Le prometí, además, hacer una historia por cada una de nuestras favoritas. Ella me dijo que ese serían un bonito regalo, que las esperaría con ansias.