12 de noviembre de 2013

Home, sweet home.

Carlos creía que la alegría llegaría aquel día que abandonase la casa de sus padres. La felicidad era sinónimo de soledad. Un televisor encendido perpetuamente, un refrigerador lleno de embutidos y filetes listos para la parrila. Se imaginaba con frío bar donde almacenaría la cerveza y un sillón cama donde se acostaría cada noche para ver las últimas películas adquiridas en la tienda del segundo piso de Cuzco con Grau. Imaginaba, además, invitar a su chica cada vez que el trabajo se los permitiese y poder recorrer desnudos el departamento o dejarla que vistiese todo el día sus camisas. Tener algunas botellas de ron o wisky esperando ser compartidas. 

Su padre optó por la vida en el campo. Añoraba aquellos años en los que el silencio y la vegetación lo rodeaban. En los que para comer una fruta solo bastaba tomarla de las plantas que estaban sembradas en el jardín. Ya mucho había tenido de la ciudad, de su molesto tráfico, de su pestilente mercado y de la gente cada vez menos interesada en otro sujeto que no sean ellos mismos. Su madre y sus hermana optaron por otra ciudad, una más grande, con más oportunidades, con más movimiento. 

Carlos, en una ciudad pequeña, se vio forzado por las circunstancias a vivir solo. No hubo oportunidad de buscar un bonito departamento en los edificios del centro de la ciudad. No hubo refrigerador con cervezas ni un pequeño bar con licores. No hubieron filetes listos para la parrilla. Se acomodó en unos pequeños cuartos en una zona cómoda, que se pudo costear con sus enclenques ahorros producto de algunos muy buenos trabajos. Él trabaja. Y le encanta su trabajo. Es el asistente de la biblioteca de esa pequeña ciudad. Es la mejor biblioteca de la ciudad según dicen, y eso le encanta. Gana muy poco, esto no tanto.
No tiene una gran cocina donde preparar los suculentos almuerzos que soñaba poder hacer, ahora recorre la ciudad buscando un lugar dónde el precio de la comida le permita llegar hasta fin de mes, y de cuenta que eso es un dolor de cabeza. No puede permitirse excesos y no puede comer todo lo que quisiera hacer. Se ha visto forzado de hacer una lista de compras y de programar con anticipación todo capricho que se quiere dar. Agua, productos de aseo personal, alimentos, pasajes, alquiler, servicios, y tantas listas de gastos que hacen que sus exiguos ingresos desaparezcan con alarmante rapidez. 

Carlos enciende su computadora y la coloca en su regazo. Son la una menos cuarto de la mañana y no logra conciliar el sueño. Enciende un cigarro. El primero que fuma en su cuarto en los cinco meses que lleva viviendo allí. Compara su vida ideal con su vida real. Sabe que su vida es una mierda pero aún así se siente feliz. Y eso le asusta. se pregunta si esta felicidad es producto de la mediocridad en la que está inmerso o es porque ha descubierto su lugar en el mundo. Encuentra un extraño placer al acomodar los libros y tener libre acceso a ellos, en comer menús es recipientes plásticos todos los días. en permitirse una cerveza cada semana y en el sentarse debajo de un árbol a leer poesía. No se junta con sus amigos de la universidad, pues ellos no entenderían qué diablos paso con aquel joven que aspiraba en convertirse en juez. Ya ni si quiera puede llamar amigos a esos extraños que se reúnen en lugares caros  a tomar tragos que cuestan lo mismo que cuatro de sus comidas. Que engominados y encharolados lo miran con pesar y le ofrecen una ayuda que el no requiere, que se sorprenden que aún use morrales de lana y esas converses verdes que poco a poco se han convertido en plomas. ¿Qué te paso?, le preguntan. Y él no sabe qué responder. "Soy feliz", quisiera decirles pero no puede. 

Carlos escribe unas lineas en un hoja de word. lo escribe en tercera persona. Cree que así es mejor. Se siente menos culpable por aspirar poco. Se acomoda en el colchón en el que duerme. Solo faltan algunas horas para ir al trabajo. Ha quedado con María comentar un nuevo libro que están leyendo, uno de Murakami. Se duerme con una bonita imagen en mente: Él y María recorriendo un bonito departamento en el centro de la ciudad. María viste una de sus camisas. Él cocina unos filetes en la parrilla mientras en el fridge unas cervezas se enfrían.

31 de mayo de 2013

5 meses.

Cinco meses sin escribir.
Cinco meses con necesidad pero sin determinación.

-Eres un inconsecuente- me dijo- de qué comeremos, entonces. Responde. Tú dejaste ese trabajo, asegurándome que con lo que ganabas con los blogs viviríamos tranquilamente en esta ciudad. ¿Y ahora?
-Cálmate, mujer. Esto pasa. A veces uno pierde el deseo de escribir. A veces uno no se siente a gusto con el resultado de esas noches en vela y debe eliminarlo, pues eso no lo representa y eso jode. Tú no lo entiendes, mujer.
-Todos los días comes ¿no? Búscate un trabajo y no me jodas, Martín. 

Necesito un trabajo de verdad.
Oh, yo no puedo culparla.