24 de febrero de 2012

No me gusta

Odio que me apaguen el televisor aunque yo no esté viendo, todos saben que yo no puedo estar en mi casa sin el televisor prendido.
Odio que le doblen la punta de las hojas a mis libros, que los rayen o que coloquen objetos contundentes para no perder la página. No me gusta que me entreguen mis libros dañados, simplemente no los recibo.
No me gusta que me toquen la cabeza ni que me toquen la nuca. Que miren la cabeza para solo decirme que ya me toca corte de cabello".
No me gustan los días soleados. Odio el calor.
Odio que me digas "amix", sobre todo si eres un hombre de más de veinticinco años. Detesto que me digan colega. O que en las presentaciones digan la profesión antes que el nombre.
No me gusta el maní, ni la mantequilla de maní. No me gustan las conservas de frutas salvo la de fresa. No me gusta la miel.
Detesto las bandas sonoras con canciones esperanzadoras. No me gustan las películas que tratan de animales antropomorfizados.
No me gusta la leche y no me gusta que me caiga mal el yogurt, el ponche, el queso y la mantequilla.
No me gusta que me hablen cuando leo.
No me gusta la música "de discoteca" fuera de la discoteca.
Detesto que me hagan bromas y que luego no toleren las mías. Odio que refuten argumentos atacando a la persona. No me gusta que me hablen en susurros o que se dirijan a mí gritando. No me gusta que las personas se acerquen a mí demasiado, me incomodan las personas muy físicas (Salvo que seas un chica, estés buena y, sobre todo: Me gustes).
Odio cuando una chica atractiva no es interesante y cuando es interesante no me empelote; y cuando es atractiva, interesante y me empelota, odio bloquearme como solo yo sé hacerlo.
Odio mi fobia social específica, porque es tonta. Porque la reconozco, sé como es, sé como superarla, pero aún no puedo salir al cien por ciento de ella.
No me gusta los ambientadores de los carros, sobre todo el de fresita. No me gustan los mariscos, el comino, el pisco, la guaraná, el melón, la sopa de novios ni el anis.
No me gustan las frases hechas, aunque las use con frecuencia. No me gusta, sobre todo me siento mal, cuando alguien declara con alegría su odio hacia la lectura. No me gustan las visitas inesperadas.
No me gusta no recordar algunas cosas, como por ejemplo qué más enumerar en esta lista. Sí, soy renegón y no me gusta ello. Sí soy quisquilloso, como te has dado cuenta. Sí, soy desesperante, muchas veces, porque siempre menciono en voz alta lo que no me gusta. Lo curioso, es que a veces puedo dar tregua y sacrificarme por el equipo. No todo es malo, sabes. No es que sea de lo peor. Sé que a veces parezco una fiel copia del pitufo gruñón y odio eso.

20 de febrero de 2012

Sobre fantasmas: Raiza.

Muchos dicen que el mundo es un pañuelo (“Qué pequeño es el mundo, amigo”) cuando algunas veces nos cruzamos con alguien que nunca pensamos que lo haríamos de nuevo. Además, es interesante descubrir conexiones entre dos personas, esas redes de conocidos, que se tejen cual telas de araña. Una vez, por ejemplo, estando con un grupo de personas con quién empezaba a ganar confianza, uno me preguntó por una amiga que no veía hace un tiempo –y que por algunos datos que había dado de mí mismo, cabía la probabilidad de que la conociera-, quien resultó ser mi chica. Qué pequeño es el mundo.

Pero, así como el mundo puede resultar un pañuelo, también puede ser un laberinto interminable, donde personas que alguna vez conociste, desaparecen por completo, como si se regresaran a esa otra dimensión de dónde provenían antes de conocerlas, y por un descuido, capricho o simple azar, se cruzaron en nuestro camino una única vez, sin dejar más rastro que un recuerdo vago.

Yo les llamo fantasmas.

Tenía once años cuando me crucé con un fantasma. Estaba solo, formando la cola para registrar mí llegada al congreso de niños y adolescentes, celebrado en Piura. Hacía un calor insoportable y mi madre había ido a comprarme una botella de agua helada para saciar mi creciente sed, cuando la vi. Cinco niños delante de mí, se encontraba una señora rechoncha hablando con una niña particularmente bonita, de tez clara, ojos color caramelo, cabello castaño, facciones delicadas; y que hablaba más con sus manos que con palabras. Le calculaba mi edad, definitivamente,. Me la quedé mirando prolongadamente, deslumbrados por la imagen que tenía al frente, no exagero, amigo, al decir que mis sentidos se desactivaron para dejarme solo contemplarla, no oía, sentía u olía, solo la veía a ella. Y es que a los once años no piensas en el amor a primera vista, solo sientes ese cosquilleo en el estómago, esas ganas tontas de sonreír y aquella necesidad imperiosa de mirar a la niña bonita que tienes al frente. Sin saber mucho al respecto, por un momento mi mente se perdió en la fantasía, me vi por un instante sujetando su mano, conversando con ella y dándole un tierno beso en la mejilla. No sé que me pasaba, pero me pasaba algo y la niña que salía de la fila junto a la señora rechoncha era la culpable. Mi madre llegó con mi botella de agua en el momento que yo registraba mis datos. Soy “Noé Alvarado, once años, 14635”; le respondía a la señora del registro mientras mis pensamientos acompañaban a la niña perdida en la marea de gente. “¿Cómo se llamará?”, me preguntaba, “¿En qué grado irá? ¿De dónde será?”

Oh, amigo, si te contara los angustiosos momentos en los que me encontraba, sintiéndome tan extraño sin conocer una causa lógica, esa lógica infantil que se puede tener a los once años. Caminaba absorto en mis pensamientos mientras una señora amable me indicaba mi lugar. Aquellos miedos que me acompañaron durante toda la semana debido al concurso, habían desaparecido; qué me iba a importar debatir sobre los derechos del niño si la niña más bonita sobre la tierra pisaba el mismo suelo que yo. Te imaginarás, amigo, la sorpresa que me lleve al encontrarla sentada ahí, en el mismo grupo que yo, justo al lado de mi silla, y al lado de otros niños y niñas, quienes no eran más que bultos, partes parlanchinas de las sillas sobre las que estaban depositados.

-Hola- dije yo a todos (en realidad solo a ella). Mi grupo estaba conformado por 3 niños y 3 niñas.

-Hola- respondieron los demás (aunque solo la escuché a ella).

-¿Cómo te llamas?- me dijo

- No-Noé ¿Y tú?

- Raiza

Era el nombre más extraño que había escuchado hasta entonces y, precisamente, la extrañeza de su nombre hizo que se me grabe a fuego en la memoria. Hasta el día de hoy, amigo, no he conocido otra chica llamada así.

El trabajo era sencillo: Nos brindaban un tema –relacionado a la lucha de los derechos de los niños y adolescentes- y nosotros lo discutíamos en grupo para luego hacer una presentación en el pleno. El debate era fluido, ella participa constantemente y cada participación era mejor que la anterior. Bonita, inteligente, Raiza… Participé en cada oportunidad, sosteniendo debates acalorados con el único fin de que me viera, me tomara en cuenta, no sabía otra manera. Supongo que esto funcionó, pues en poco tiempo estábamos defendiendo el mismo punto y sonriendo en las victorias. Oh, su sonrisa, es un recuerdo borroso pero intenso, que trae consigo aquella sensación de amor infantil.

Después de las presentaciones y el merecido almuerzo la reunión llegó a su final. Cuando nos preparábamos para salir de paseo, caí en cuenta que no tenía mi cuaderno y regresé a buscarlo. Ella venía en mi encuentro con mi cuaderno en la manos y me dijo: "Toma, descuidado, estaba en el suelo".

En el Tour me senté al frente de ella, el grupo de niños lo había hecho con la intención de molestarnos, una broma absurda e infantil que se nos antojo graciosa. Hablamos por largo rato. Recorrimos los museos juntos y creo –o me gustaría creer- que le tome la mano por un largo instante. Pasara lo que pasara, yo estaba en el cielo, me sentía volar. No sabía que decir, mis piernas temblaban mis piernas, temblaba mi voz, temblaba completamente.

Narihualá fue el último lugar que visitamos, caminamos juntos por el museo y nos retrasamos mientras mirábamos algunas reliquias, comentábamos algunas cosas o simplemente caminábamos en silencio. Este es el último recuerdo que tengo de ella, siempre me he preguntado cómo nos despedimos, si la vi marcharse, si nos despedimos con un beso o algo por estilo. La respuesta no se encuentra disponible, ha sido suprimida.

Me gusta pensar que le tome la mano y ella tomo la mía, y que caminamos así hasta alcanzar el grupo y al bus que nos llevaría a casa, a nuestra inexorable despedida. Me gusta creer que nos despedimos con un beso infantil, como en las películas, pero sé que no es cierto.

Simplemente no recuerdo cuando desapareció de mi vista, ni cuáles fueron las últimas palabras que intercambiamos. Lo que si te aseguro, amigo mío, es lo que te contaré a continuación: En la última hoja de mi cuaderno, había un pequeño mensajito escrito por ella. Corazoncitos, mi nombre, su nombre y sus datos. Un “espero volver a verte”, según entendí.

Separé la hoja de mi cuaderno y la guarde en mi bolsillo. Esperaba el momento para decirle a mi madre que me lleve a visitarla. Lamento decir que esa hoja se extravió, por lo cual nunca más la volví a ver. No recuerdo su nombre completo, no recuerdo donde vive y, lo que es peor, no tengo ya una prueba de que realmente existió. Raiza, definitivamente, fue uno de esos fantasmas.


5 de febrero de 2012

Sobre epifanías y mentes cuadriculadas

Sheldon Cooper, el neurótico protagonista de The Big Bang Theory, intentó hacer un algoritmo de la amistad, una manera de mecanizar y estandarizar las relaciones; buscando un mapa infalible, que nos acerque, sin problema alguno, a la persona que deseemos conocer. Y menciono esto no porque confundo la ficción con la realidad, que una situación sacada de un sit-com sea motivo de una reflexión filosófica o psicológica. Por ahí no va la cosa. Lo gracioso de está situación es que establecer un algoritmo o tratar de mecanizar las relaciones es imposible, existen un sinfín de variables a tener en cuenta. Es así que los pensamientos lógicos y cuadriculados para relacionarse con los demás, son tan inútiles como usar un paraguas en una caída libre.

Ayer tuve una epifanía, de esas que te vienen de porrazo, que se te meten a la cabeza sin previo aviso, sin tener la más mínima idea de cómo llegaste a esa conclusión o pensamiento. ¡Pum! Te ataca y luego lo ves todo tan claro. Y es esa clarividencia, es el saber a ciencia cierta, con lujo de detalles, qué está mal, lo que te hace entrar en crisis, aquella crisis que te viene de cuando en cuando, porque te das cuenta que la lógica con que miras el mundo es tan ilógica, absurda y hasta patética. Maldita clarividencia, que te hace mirar hacia dentro y hacia fuera; que te lleva al incomodo pero necesario momento en que empiezas a cuestionarte tus principios; al jodido momento en que debes bajar esos mecanismos tontos, esos escudos bonitos que te pintan una realidad perfecta y que esconde una tempestad de ideas y creencias. Bendita clarividencia, que te conmina a dejar la serena orilla para introducirte en las tormentosas aguas de un río desbordado. Es una buena analogía, ya lo creo. Pues así me sentí ayer tras mi inesperada revelación. Sentí que la deliciosa visión tubular desapareció para dar pase a la verdadera visión, Visión, así con mayúscula, que te permite ver todo el panorama y no solo que te resulta bonito.
Ninguna relación se debe basar en la fría lógica, en probabilidades y en explicaciones científicas. Esas son intelectualizaciones de un Yo temeroso, temeroso de sí mismo, de desbordarse, quizás. Como leí alguna vez "Solo se tiene miedo cuando se está en disensión consigo mismo".
Tuvieron que pasar muchas cosas para que llegue a este estado. No debí, por ejemplo, dejar de visitar a mis amigos bajo la premisa de que "Tiene que existir una razón justificable y -haciendo una medición subjetiva- imperiosa de hacerlo". No debí empezar las relaciones bajo la premisa de que "todo termina, y esa relación también acabará". Mi epifanía fue esta: No puedo ir jugando a la maqueta con mis relaciones. Estas no lo son. Son el original de una obra realmente buena. Una de la que se tiene una vaga noción, una en la que se improvisa, se vive, no se calcula, pues no es una competencia, es una alianza. No son el borrador de algo, son la obra misma.
No diré que me dí cuenta tarde. Pero sí diré que en este aprendizaje que implica vivir, muchas veces te gustaría retroceder un poco, para soplarte al oído en ese momento crucial, para explicarle a tu yo del pasado que, aunque crea que lo está haciendo bien, lo puede hacer mejor, solo necesita liberarse, darse una oportunidad y dejarse de hacer el tonto.