20 de febrero de 2012

Sobre fantasmas: Raiza.

Muchos dicen que el mundo es un pañuelo (“Qué pequeño es el mundo, amigo”) cuando algunas veces nos cruzamos con alguien que nunca pensamos que lo haríamos de nuevo. Además, es interesante descubrir conexiones entre dos personas, esas redes de conocidos, que se tejen cual telas de araña. Una vez, por ejemplo, estando con un grupo de personas con quién empezaba a ganar confianza, uno me preguntó por una amiga que no veía hace un tiempo –y que por algunos datos que había dado de mí mismo, cabía la probabilidad de que la conociera-, quien resultó ser mi chica. Qué pequeño es el mundo.

Pero, así como el mundo puede resultar un pañuelo, también puede ser un laberinto interminable, donde personas que alguna vez conociste, desaparecen por completo, como si se regresaran a esa otra dimensión de dónde provenían antes de conocerlas, y por un descuido, capricho o simple azar, se cruzaron en nuestro camino una única vez, sin dejar más rastro que un recuerdo vago.

Yo les llamo fantasmas.

Tenía once años cuando me crucé con un fantasma. Estaba solo, formando la cola para registrar mí llegada al congreso de niños y adolescentes, celebrado en Piura. Hacía un calor insoportable y mi madre había ido a comprarme una botella de agua helada para saciar mi creciente sed, cuando la vi. Cinco niños delante de mí, se encontraba una señora rechoncha hablando con una niña particularmente bonita, de tez clara, ojos color caramelo, cabello castaño, facciones delicadas; y que hablaba más con sus manos que con palabras. Le calculaba mi edad, definitivamente,. Me la quedé mirando prolongadamente, deslumbrados por la imagen que tenía al frente, no exagero, amigo, al decir que mis sentidos se desactivaron para dejarme solo contemplarla, no oía, sentía u olía, solo la veía a ella. Y es que a los once años no piensas en el amor a primera vista, solo sientes ese cosquilleo en el estómago, esas ganas tontas de sonreír y aquella necesidad imperiosa de mirar a la niña bonita que tienes al frente. Sin saber mucho al respecto, por un momento mi mente se perdió en la fantasía, me vi por un instante sujetando su mano, conversando con ella y dándole un tierno beso en la mejilla. No sé que me pasaba, pero me pasaba algo y la niña que salía de la fila junto a la señora rechoncha era la culpable. Mi madre llegó con mi botella de agua en el momento que yo registraba mis datos. Soy “Noé Alvarado, once años, 14635”; le respondía a la señora del registro mientras mis pensamientos acompañaban a la niña perdida en la marea de gente. “¿Cómo se llamará?”, me preguntaba, “¿En qué grado irá? ¿De dónde será?”

Oh, amigo, si te contara los angustiosos momentos en los que me encontraba, sintiéndome tan extraño sin conocer una causa lógica, esa lógica infantil que se puede tener a los once años. Caminaba absorto en mis pensamientos mientras una señora amable me indicaba mi lugar. Aquellos miedos que me acompañaron durante toda la semana debido al concurso, habían desaparecido; qué me iba a importar debatir sobre los derechos del niño si la niña más bonita sobre la tierra pisaba el mismo suelo que yo. Te imaginarás, amigo, la sorpresa que me lleve al encontrarla sentada ahí, en el mismo grupo que yo, justo al lado de mi silla, y al lado de otros niños y niñas, quienes no eran más que bultos, partes parlanchinas de las sillas sobre las que estaban depositados.

-Hola- dije yo a todos (en realidad solo a ella). Mi grupo estaba conformado por 3 niños y 3 niñas.

-Hola- respondieron los demás (aunque solo la escuché a ella).

-¿Cómo te llamas?- me dijo

- No-Noé ¿Y tú?

- Raiza

Era el nombre más extraño que había escuchado hasta entonces y, precisamente, la extrañeza de su nombre hizo que se me grabe a fuego en la memoria. Hasta el día de hoy, amigo, no he conocido otra chica llamada así.

El trabajo era sencillo: Nos brindaban un tema –relacionado a la lucha de los derechos de los niños y adolescentes- y nosotros lo discutíamos en grupo para luego hacer una presentación en el pleno. El debate era fluido, ella participa constantemente y cada participación era mejor que la anterior. Bonita, inteligente, Raiza… Participé en cada oportunidad, sosteniendo debates acalorados con el único fin de que me viera, me tomara en cuenta, no sabía otra manera. Supongo que esto funcionó, pues en poco tiempo estábamos defendiendo el mismo punto y sonriendo en las victorias. Oh, su sonrisa, es un recuerdo borroso pero intenso, que trae consigo aquella sensación de amor infantil.

Después de las presentaciones y el merecido almuerzo la reunión llegó a su final. Cuando nos preparábamos para salir de paseo, caí en cuenta que no tenía mi cuaderno y regresé a buscarlo. Ella venía en mi encuentro con mi cuaderno en la manos y me dijo: "Toma, descuidado, estaba en el suelo".

En el Tour me senté al frente de ella, el grupo de niños lo había hecho con la intención de molestarnos, una broma absurda e infantil que se nos antojo graciosa. Hablamos por largo rato. Recorrimos los museos juntos y creo –o me gustaría creer- que le tome la mano por un largo instante. Pasara lo que pasara, yo estaba en el cielo, me sentía volar. No sabía que decir, mis piernas temblaban mis piernas, temblaba mi voz, temblaba completamente.

Narihualá fue el último lugar que visitamos, caminamos juntos por el museo y nos retrasamos mientras mirábamos algunas reliquias, comentábamos algunas cosas o simplemente caminábamos en silencio. Este es el último recuerdo que tengo de ella, siempre me he preguntado cómo nos despedimos, si la vi marcharse, si nos despedimos con un beso o algo por estilo. La respuesta no se encuentra disponible, ha sido suprimida.

Me gusta pensar que le tome la mano y ella tomo la mía, y que caminamos así hasta alcanzar el grupo y al bus que nos llevaría a casa, a nuestra inexorable despedida. Me gusta creer que nos despedimos con un beso infantil, como en las películas, pero sé que no es cierto.

Simplemente no recuerdo cuando desapareció de mi vista, ni cuáles fueron las últimas palabras que intercambiamos. Lo que si te aseguro, amigo mío, es lo que te contaré a continuación: En la última hoja de mi cuaderno, había un pequeño mensajito escrito por ella. Corazoncitos, mi nombre, su nombre y sus datos. Un “espero volver a verte”, según entendí.

Separé la hoja de mi cuaderno y la guarde en mi bolsillo. Esperaba el momento para decirle a mi madre que me lleve a visitarla. Lamento decir que esa hoja se extravió, por lo cual nunca más la volví a ver. No recuerdo su nombre completo, no recuerdo donde vive y, lo que es peor, no tengo ya una prueba de que realmente existió. Raiza, definitivamente, fue uno de esos fantasmas.


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